Su Venganza fue su Brillantez - Capítulo 832
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Capítulo 832:
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Las puertas del ascensor se abrieron como el telón de un teatro y Milton acompañó a Elliana al pasillo.
Una figura imponente y distinguida esperaba su llegada. Sus rasgos refinados y aristocráticos mostraban una expresión de expectación y un anhelo apenas contenido. Era Arthur. Había permanecido en ese lugar desde que recibió la llamada de Milton, ardiendo en deseos de ser lo primero que viera su hija al regresar a casa.
En el momento en que aquella figura alta y llamativa apareció ante su vista, Elliana se detuvo en seco. Milton también se detuvo, pero se abstuvo de hablar, dejando espacio para que padre e hija se contemplaran mutuamente.
Elliana pestañeó mientras su mirada recorría a Arthur, siguiéndolo de pies a cabeza. Milton no había necesitado decir su nombre. Ella lo supo al instante. Era su padre.
Una oleada de nostalgia se apoderó de ella, y la necesidad de pronunciar la palabra «papá» fue casi abrumadora. Sin embargo, cuando abrió los labios, no salió ningún sonido.
Esa palabra había estado encerrada durante años, enterrada bajo el peso de la fría crueldad de Darin, despojada de su calidez y convertida en algo distante y casi peligroso. No estaba acostumbrada a llamar a nadie por ese nombre, y una parte de ella todavía se resistía a hacerlo.
A pesar de saber que el hombre que tenía ante sí era su padre, a pesar de sentir la certeza de su amor, la sílaba se negaba a salir de sus labios. Esa incapacidad la dejaba silenciosamente frustrada, teñida de una culpa que no podía sacudirse ni remediar.
A pesar de toda su fortaleza, de todo el miedo que inspiraba su nombre como la Espina de la Muerte del Delta, no tenía armadura contra esto. Cuando se trataba de la familia, sus manos estaban vacías y su corazón inseguro.
Esta era la sombra que la había perseguido desde la infancia, como una herida profundamente grabada en su corazón que no terminaba de cerrarse. El tiempo podía atenuar el dolor, pero la curación completa parecía incierta, quizás imposible.
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La reacción de Arthur fue similar a la de Elliana. Sus ojos la recorrieron y no necesitó que Milton le diera ninguna pista. Una mirada fue suficiente. Sabía, sin lugar a dudas, que la joven que tenía ante sí era su hija.
Tenía los ojos de su madre, luminosos y claros. Sus rasgos se parecían tanto a los suyos que, si alguien se atrevía a afirmar lo contrario, él defendería la verdad sin pensarlo dos veces.
Ahí estaba, la hija a la que había anhelado encontrar durante más de dos décadas, la que había rondado sus sueños y lo había llevado a recorrer el mundo en su búsqueda. La amaba más que a su propia vida. En sus sueños, siempre le había prometido lo mejor de todo lo que tenía para ofrecer.
Y, sin embargo, ahora que la tenía ante sí, las palabras le fallaban. El nombre que ansiaba pronunciar se le atragantaba en la garganta, enredado en la oleada de emociones. Abrió los labios, pero no le salió ningún sonido, solo el temblor silencioso de un amor demasiado grande para expresarlo con palabras.
El silencio de Elliana nacía de la desconocimiento; el de él, del amor abrumador.
Para Arthur, la palabra «hija» siempre había sido sagrada. Era un título que nadie podía menospreciar, una joya que guardaba cerca de su corazón.
Ahí estaba Arthur, el hombre que había dirigido salas de juntas y resuelto disputas familiares con una autoridad inquebrantable, ahora tan inseguro como un niño. Ante su hija, su fuerza se disolvió en una tensión silenciosa y rígida.
Anhelaba acercarse a ella, ofrecerle calor, pero su cuerpo permanecía bloqueado, sus labios se negaban a moverse. Lo único que podía hacer era mirarla, con mil emociones embistiéndole como un río salvaje, mientras su expresión exterior permanecía cuidadosamente compuesta.
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