La inocencia robada - Capítulo 172
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Capítulo 172:
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Cuando llegó al exterior, el aire frío le picaba en la cara, pero no lo notaba. Sus ojos estaban fijos en Maxwell, que estaba junto a su coche, con el rostro tenso, sus rasgos endurecidos reflejando la confusión interior de amor, miedo y venganza.
Alonzo se acercó lentamente hasta situarse frente a Maxwell y luego le entregó a la niña en silencio, sin decir una palabra. Maxwell miró a la niña, con una mezcla de alivio y ansiedad en su rostro. La tomó en sus brazos y la abrazó con fuerza, como si temiera que pudiera desaparecer en cualquier momento.
Después de un largo silencio, Alonzo finalmente habló, con voz baja pero llena de convicción: «Te lo dije, Maxwell… Los niños son los ángeles de la tierra. Si quieres venganza, ven a por mí, pero no toques a los ángeles».
Maxwell miró a Alonzo por un momento, luego se dio la vuelta sin responder. Subió a su coche con la niña y se alejó en la oscuridad.
Max sintió una abrumadora sensación de felicidad y alivio. Sus ojos brillaban con una rara sensación de satisfacción y paz, emociones que rara vez había experimentado en su vida, llena de conflictos y traiciones. Este momento marcó un punto de inflexión para él. La pequeña niña que tenía en sus brazos era más que un bebé; era la esperanza que nunca esperó, el cambio que lo había trastocado todo.
La bebé dejó escapar un suave gemido en su regazo, como si supiera que estaba en brazos de un hombre que la protegería de cualquier peligro. Max no era de los que mostraban sus emociones fácilmente, pero con esta niña, sentía que su corazón comenzaba a ablandarse lentamente. Respiró hondo, mirando al cielo antes de girarse hacia el elegante coche negro que esperaba al borde de la carretera. Con movimientos rápidos y deliberados, abrió la puerta trasera y colocó con cuidado a la bebé en la silla infantil. Dirigiéndose al conductor, ordenó con firmeza: «Al hospital. Ahora».
Sus ojos no se apartaron del bebé ni un momento, incluso cuando el coche se alejó a toda velocidad. Ella era su motivación, su fuerza, la fuerza que lo mantenía en pie, más resistente que nunca. Sus pensamientos se desviaron hacia Amelia. La presencia de la niña significaba ahora que había una oportunidad de hacer las cosas bien. Estaba seguro de que ver a la bebé devolvería una pieza perdida de la vida de Amelia, y que su amor por su hija borraría el dolor y el miedo que había soportado.
Cuando llegaron al hospital, Max no perdió ni un segundo. Cogió al bebé en brazos una vez más y caminó por los pasillos con su ritmo enérgico habitual, cada paso con una sensación de autoridad y confianza que era imposible ignorar. El personal del hospital lo miraba fijamente, susurrando sobre «Max Holden», el hombre conocido por su frialdad y crueldad. Pero lo que no sabían era lo que llevaba ahora: el corazón de un padre, viviendo momentos excepcionales de vulnerabilidad y amor.
De pie frente a la habitación de Amelia, Max se detuvo un momento. Respiró hondo antes de empujar suavemente la puerta para abrirla. Dentro, Amelia estaba sentada en la cama, pálida y exhausta. Tenía la mirada perdida, como si le hubieran quitado la vida. Pero en el momento en que Max entró, con el bebé en brazos, todo cambió.
Amelia yacía en la cama, con el rostro pálido bajo los efectos de los sedantes que la mantenían dormida plácidamente, tratando de recuperarse del dolor físico y emocional que había soportado. Se sentía como atrapada entre la vigilia y el sueño, bajo una espesa niebla que la mantenía al borde de la conciencia. Sin embargo, en lo más profundo de su ser, algo se agitaba: una sensación desconocida que latía en su corazón, acercándose poco a poco a la superficie.
De repente, el silencio se vio roto por el suave llanto de un bebé, débil, pero real. Fue suficiente para que Amelia abriera lentamente los ojos. Al principio, no estaba segura de si lo que había oído era real o solo otra ilusión de los sueños confusos que la habían perseguido. Pero con cada segundo que pasaba, el sonido se hacía más claro, como si viniera de un rincón de la habitación. Amelia luchó por moverse, con la vista borrosa, mientras se giraba hacia el origen del sonido. Lo que vio fue más de lo que esperaba.
Max estaba en la esquina de la habitación, vestido con su habitual atuendo oscuro. Pero esta vez, no era el hombre frío y controlador que ella había conocido. En sus brazos, acunaba a un bebé pequeño envuelto en una manta blanca. Los pequeños ojos del bebé estaban cerrados, pero sus llantos eran genuinos, y llegaban directamente al corazón de Amelia. Su corazón se aceleró, como si la sangre volviera a sus venas.
«No… No puedo creerlo…», susurró, intentando sentarse. Sus ojos se llenaron de lágrimas, como si temiera que este momento no fuera más que un sueño que podría desvanecerse en cualquier momento.
«¿Es ella… de verdad?». Su voz temblaba, luchando por creer.
Max se acercó lentamente, con los ojos llenos de una mezcla de ternura y determinación. Colocó suavemente al bebé en los brazos de Amelia, como si fuera lo más preciado del mundo.
—Sí, Amelia. Esta es tu hija. No la perderé, y tú tampoco.
En el momento en que Amelia acunó el pequeño cuerpo del bebé en sus brazos, una oleada de emociones incontrolables la invadió. Rompió a llorar, no lágrimas cualquiera, sino profundos y desconsolados sollozos, llenos de miedo y alivio.
—Iba a perderla, Max… Iba a perderla para siempre. Su voz estaba rota, cada palabra escapaba con gran dificultad. Apretó al bebé contra su pecho, su cabello claro se aferraba a su rostro empapado de lágrimas.
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