La inocencia robada - Capítulo 171
✨ Nuevas novelas cada semana, y capítulos liberados/nuevos tres veces por semana.
💬 ¿Tienes una novela en mente? ¡Pídela en nuestra comunidad!
🌟 Únete a la comunidad de WhatsApp
📱 Para guardarnos en tus favoritos, toca el menú del navegador y selecciona “Añadir a la pantalla de inicio” (para dispositivos móviles).
Capítulo 171:
🍙 🍙 🍙 🍙 🍙
Maxwell sabía que Alonzo no se rendiría fácilmente. Pero esta vez, no había lugar para tonterías. Estaba preparado para cualquier cosa. Cerró los ojos por un momento, no podía soportar la idea de perder a su hija.
«Me la entregarás en menos de una hora, Alonzo, o…». La voz de Maxwell era baja y firme, cada palabra golpeaba el ataúd de su enemigo.
Alonzo exhaló profundamente antes de responder: «Lo pensaré. Pero ten por seguro, Maxwell, que cada decisión que tomes esta noche tendrá consecuencias de largo alcance».
Max colgó sin responder, mirando el reloj del salpicadero mientras se preparaba para el momento decisivo. La tormenta que se avecinaba en el horizonte no era nada comparada con la tormenta que se desataba en su corazón. Sabía que esta noche podría ser la última, pero ya nada importaba excepto traer de vuelta a su hija.
La noche era oscura y sombría, el cielo cubierto por densas nubes, como a punto de llorar. Vientos fríos aullaban a través de los altos árboles que rodeaban la finca de Alonzo Greco. La mansión, con sus antiguas piedras grises y sus altísimas torres, se erguía como una fortaleza impenetrable frente al mundo exterior. Pero en su interior, una tormenta aún mayor se desataba en el corazón de Alonzo: una tormenta de ansiedad y miedo, emociones que nunca antes había conocido.
Alonzo estaba de pie en su gran despacho, mirando por la ventana que daba al sombreado jardín de la finca. La tenue luz de la luna apenas llegaba al suelo, y una inquietante quietud se cernía sobre el lugar. Llevaba su traje negro de siempre, la corbata desabrochada y el rostro pálido surcado por arrugas que llevaban el peso de largas batallas, victorias y derrotas. Sus ojos, que antes reflejaban una fuerza inquebrantable, esta noche tenían un aspecto diferente. Había algo en ellos, no solo contemplación o preocupación, sino algo más cercano al desconcierto.
Alonzo se sentó en su gran silla de cuero, respirando hondo mientras sostenía el teléfono con la mano temblorosa.
«Maxwell…», murmuró en voz baja, como si estuviera probando cómo sonaba el nombre en sus labios. Todo lo que había sucedido en las últimas semanas había conducido a este momento. Había secuestrado a la niña, la había utilizado como moneda de cambio, pero no había previsto que las cosas llegarían tan lejos. Ahora, su vida y la de su padre estaban en juego, así como la vida de esa niña inocente.
Vaciló un momento antes de tomar su decisión final.
«No hay otra opción…», susurró para sí mismo, con la mirada puesta en la vieja fotografía que colgaba de la pared. Una foto de él de pequeño, abrazado a su padre. Siempre supo que su padre encarnaba la fuerza y el respeto, pero en su mundo había algo sagrado que nunca se podía tocar: los niños.
«Los niños son los ángeles de la tierra…». La frase resonaba en su mente, palabras que su padre había repetido a menudo. En la vida de Alonzo, estaba permitido matar a cualquiera, planear sin piedad la caída de sus enemigos, pero los niños eran una línea que no se podía cruzar. La niña que tenía en sus manos ahora era demasiado joven, apenas capaz de sobrevivir en este mundo cruel. ¿Cómo podía ser él la razón de su muerte?
De repente sonó el teléfono y la voz de Maxwell se escuchó fuerte y clara al otro lado.
«Alonzo, se acabaron los juegos. Tienes menos de media hora, o pagarás el precio».
La expresión de Alonzo se congeló por un momento, pero respondió con voz tranquila y mesurada, ocultando la tormenta de pensamientos contradictorios que se arremolinaban dentro de él.
—Lo sé, Max. Te daré a la niña. Pero escucha atentamente… No es porque te tenga miedo. No mato a niños. No les hago daño. Son… ángeles —dijo, tratando de mantener la voz firme, aunque sus ojos brillaban con profunda tristeza.
Maxwell, por su parte, no mostró compasión.
—Te conozco demasiado bien, Alonzo. Esto no es cuestión de honor. Pero no me importan tus razones. Entrega a la niña y nos iremos».
Alonzo miró fijamente el teléfono, luego colgó lentamente y lo dejó sobre la mesa frente a él. Un fuerte dolor de cabeza le pulsó en las sienes mientras se levantaba y caminaba hacia la ventana una vez más. El jardín permanecía oscuro, pero pudo ver dos coches acercándose a la puerta principal. Sabía que había llegado el momento.
Dejó su oficina, sus pasos silenciosos pero decididos, dirigiéndose hacia una pequeña habitación en el piso superior. Cuando abrió la puerta, vio a la niña acostada en su pequeña cuna, su diminuto rostro irradiando inocencia y fragilidad. Ella no sabía nada del mundo en el que había nacido, ni del peligro que la rodeaba. Alonzo se acercó lentamente, inclinándose sobre la cuna. Su expresión era severa, pero sus ojos estaban llenos de una ternura inesperada.
«Volverás con tu padre, pequeña. No hay lugar para ti en este mundo oscuro».
Levantó con cuidado a la niña en sus brazos, como si fuera algo frágil que pudiera romperse. Sabía que, a pesar de la enemistad entre él y Maxwell, la niña era inocente en todo esto. Paso a paso, Alonzo se dirigió hacia la salida trasera de la finca, donde Maxwell esperaba en su coche.
.
.
.