La inocencia robada - Capítulo 165
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Capítulo 165:
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En un susurro débil, dijo: «No me olvides, Max».
Michael, de pie detrás de Max, se sintió completamente impotente al ver cómo se desarrollaba la trágica escena. El peso del momento era insoportable, y sabía que nada volvería a ser igual después de esto.
Max, que aún sostenía a Amelia, gritó con voz ronca y presa del pánico: «Llevad a Amelia al hospital, ahora. ¡Deprisa!».
El vasto palacio de Alonzo Greco se llenó de un silencio inquietante mientras la súplica desesperada de Max resonaba a través de las paredes. Era un palacio de poder y miedo, pero esa noche se libraba una batalla no solo entre la vida y la muerte, sino entre la esperanza y la desesperación.
Max Holden irrumpió en el palacio, con los ojos llameantes de furia y un cuerpo que irradiaba una fuerza incontrolable. Sus emociones eran un torbellino, divididas entre el deseo de encontrar a su hija y el miedo a que se la hubieran llevado para siempre. Cada rincón del palacio aumentaba su sensación de pérdida, y en cada habitación en la que entraba no estaba su hija. Su corazón latía con fuerza a cada paso, y su voz interior gritaba: «¿Dónde está?».
Max se paró frente a una puerta grande y ornamentada y la abrió de un golpe. Dentro, encontró a Greco, el padre de Alonzo, sentado en el extremo más alejado, sonriendo con esa mueca burlona que Max conocía demasiado bien. Greco, con sus rasgos afilados y sus ojos helados, llevaba la ventaja, como si hubiera estado esperando esta confrontación.
—¿Dónde está mi hija? —gritó Max, con la voz rebosante de furia y desesperación.
Greco levantó lentamente la cabeza, con los ojos fríos y entrecerrados.
—¿De verdad crees que la encontrarás aquí? Estás perdiendo el tiempo, Max.
Max se acercó a él a grandes zancadas, cada paso rebosante de una rabia apenas contenida.
—Te mataré si no me lo dices ahora mismo. ¿Dónde está? Me la quitaste, me lo quitaste todo, ¡pero no te la llevarás!
En ese momento, Michael, el hermano de Max, irrumpió en la habitación, con el rostro pálido y los rasgos tensos por la preocupación.
—¡Max! Amelia necesita ayuda inmediata. La voy a llevar al hospital, pero no podemos esperar más.
La voz de Michael estaba tensa por la tensión y el miedo. Max lo miró durante unos segundos antes de asentir.
—Ve. Sálvala. Yo me encargaré de todo aquí.
Michael salió apresuradamente, llevando a Amelia en brazos, dirigiéndose hacia la salida, mientras Max se quedaba, frente a Greco. La tensión en la habitación era palpable, la calma que ahora llenaba el palacio no era más que la calma antes de la tormenta.
«No ganarás, Greco. Esta vez no», dijo Max en un tono tranquilo pero amenazante. Sus palabras llevaban consigo todos los años de enemistad, todo el odio acumulado.
Greco se levantó lentamente de la silla, volviéndose hacia Max, con la misma sonrisa en los labios.
—Oh, Max… siempre has estado tan seguro de ti mismo. Pero esta vez, ya has perdido. Tu hija no está aquí, y no creo que te guste lo que voy a decirte.
Max se acercó, con los puños apretados, listo para golpear.
—Dímelo ahora o haré que desees no haber nacido nunca.
Greco retrocedió un poco, saboreando la creciente ira de Max.
—La niña no está aquí… Está en otro lugar, en un lugar al que nunca llegarás.
Esas palabras fueron suficientes para desatar la furia que se había ido acumulando en el interior de Max. Se abalanzó sobre Greco a la velocidad del rayo y, antes de que este pudiera reaccionar, estaba en el suelo, tambaleándose por la fuerza del golpe de Max. Greco gritó de dolor, pero sabía que Max no se detendría ahí.
Con una mirada feroz y ardiente, Max agarró a Alonzo por el cuello y lo levantó del suelo.
—Tú y tu padre ya habéis jugado bastante. Voy a haceros pagar por todo.
A pesar del dolor, Greco soltó una pequeña risa y miró a Max con frialdad.
«Aunque me mates, no la encontrarás. Sabes que siempre gano».
Pero Max no se echó atrás. Sabía que este era el momento que había estado esperando todo el tiempo. El momento de poner fin a todo: el dolor, la traición y la pérdida.
«Entonces no me conoces lo suficiente», dijo Max en voz baja, cargado de desafío.
«No me detendré hasta que tu fin llegue a mis manos. Y si hay algo que he aprendido, es que nunca pierdo».
En ese instante, el silencio volvió a caer, pero esta vez era un silencio pesado, denso de ira y del ardiente deseo de venganza.
La noche había caído sobre el tranquilo hospital, donde una escalofriante quietud envolvía los largos pasillos en una frialdad ajena a la temperatura. Las brillantes luces blancas reflejaban la tensión en los pasos de cualquiera que caminara por estos pasillos, pero para Max Holden, ese momento se sentía más frío que cualquier otra cosa. Había llegado al hospital apresuradamente, con el corazón latiendo violentamente en su pecho, el sonido de sus pasos resonando como una reverberación distante de otro mundo.
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