La divina obsesión del CEO - Capítulo 64
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Capítulo 64:
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“Pero… el niño va a nacer y no tiene pañales ni ropa…”, dijo la mujer suplicante, queriendo comprensión.
“¡Yo nunca quise a ese niño! ¡Si lo tendrás es por capricho tuyo! ¡Dame el dinero y vete a dormir!”.
La mujer se veía insignificante frente a su esposo y de pronto este levantó un fuete, dispuesto a golpearla. Frida recordó su infancia y como su padre la golpeaba. Algo la llenó de furia y con una valentía que no consideraba habitual en ella, empujó al hombre, alejándolo de su mujer.
“¡Señora Sorrentino!”, exclamó la mujer sorprendida.
“¿Estás bien?”.
Frida la tomó de los brazos y la vio con atención.
“¡Maldita vieja chismosa!”, se quejó el hombre que había caído al piso.
“¡Discúlpelo! ¡Está borracho! Por favor, váyase, yo me encargaré”.
“No, tú vendrás conmigo y este hombre se irá de la finca al amanecer”.
“¡Es mi mujer y usted no tiene que meterse en lo que no le importa!”.
“¡Dale una lección, hermano!”, dijo el otro hombre que levantaba una botella.
“No lo sé… ella no suele perderse la cena”, dijo Marianne con recelo, picoteando la comida en su plato con apatía.
“Ha sido un día agotador”, agregó Hugo viendo con odio a Román.
“Le llevaré algo de comida, no puede irse a dormir con el estómago vacío”, intervino Gerry.
“¡Eres muy lindo con Frida, hermanito! Verás que tarde o temprano aceptará ser tu novia”.
“Creí que ya eran novios”, dijo Román con el ceño fruncido.
“No, mi hermana le ha dejado claro a Gerry que solo son amigos, pues a ella le gusta comenzar una relación cuando ya olvidó y sanó”, respondió Hugo entre dientes.
“Ella no es tan estúpidamente impulsiva como otros”.
“Ah… ¿estás bien, Hugo?”, preguntó Marianne notando la intensidad en sus palabras.
Antes de que Hugo pudiera continuar con su insistente ataque contra Román, una ventana se quebró en el comedor, el cuerpo de Frida la atravesó, cayendo al suelo. Después entró el esposo, furioso, agitando el fuete en el aire.
“¡Te educaré como si fueras una bestia!”.
¡Aprenderás tu lugar, mujer! ¡Después de esta noche, no saldrás de la cocina!”, exclamó con odio.
Frida agitó la cabeza, se sentía mareada, ya no sabía que le dolía más, si el cuerpo o el corazón. La sangre goteaba de su frente y sus dedos buscaron la herida, encontrándola en su ceja.
“Lo que me faltaba…”, dijo Frida resoplando.
“¡Frida!”, exclamó Gerard dispuesto a detener al agresor, pero Román ya se había levantado.
De pronto la risa de Frida los dejó a todos congelados.
“¡Anda! ¡¿Quieres enseñarme a obedecer?! ¡De una vez te digo que muchos lo han intentado y todos han fallado! ¡¿Qué te hace creer que tú tendrás suerte?!”, bufó Frida con arrogancia.
“Por eso estás sola, niña. ¿Quién podría aguantar a una mujer como tú?”, respondió con burla.
Caminó hacia ella blandiendo el fuete, cuando se acercó lo suficiente, Frida enredó sus pies en los de él, haciéndolo perder el equilibrio. En cuanto apoyó las manos sobre el piso, Frida lo pateó en la cara con ambos pies, arrojándolo al otro lado del comedor.
De un brinco, Frida se puso de pie y caminó arrogante, con el rostro manchado de sangre y el odio corriendo por sus venas. Se sentía valiente, se sentía eufórica e indestructible.
“¡¿Terminaste?! ¡¿Hasta ahí llegó tu hombría?!”, exclamó furiosa y antes de que el hombre pudiera levantarse, se montó encima de él y comenzó a golpearlo, dejando caer sus puños al azar sobre el cuerpo de su atacante.
“¡Vamos! ¡Enséñame a obedecer!”.
“¡Lo vas a matar!”, exclamó Hugo tomándola por el talle y levantándola.
“¡Suéltame! ¡Aún no acabo con él!”.
“¡Lo estás haciendo víctima de tus traumas personales!”.
Hugo hacía un gran esfuerzo por contener a Frida que seguía pataleando y manoteando.
“Usa esa fuerza con quien en verdad se lo merece”.
De pronto se vieron ambos hermanos cara a cara y un único nombre llegó a su mente; ‘Román’.
La policía se había llevado a los hermanos conflictivos mientras Frida se enjuagaba el rostro en la cocina, retirando la sangre y presionando un trapo contra la herida.
“La herida no es profunda, pero sí dejará cicatriz”, dijo Hugo entregándole una bolsa de guisantes congelados.
“Me acordé cuando golpeaste a esa niña en el ballet”.
“Me gané cinco fuetazos”, dijo Frida resoplando.
“Y cinco más cuando te quejaste de que era un castigo injusto”, agregó Hugo y comenzó a reírse.
“¿Te desahogaste?”:
“Bastante”, contestó Frida riendo a carcajadas.
“Me siento más liviana”.
Mientras los hermanos reían, entró Gerry completamente preocupado. Se acercó a Frida y revisó la herida.
“Te llevaré al hospital”.
Los colores morados y rojizos empezaban a apoderarse del ojo de Frida.
“No… no quiero…”, respondió Frida y salió de la cocina con la cara cubierta por la bolsa de guisantes.
“Frida, tienen que revisar esa herida, no puedes dejarla así”, insistió Gerry.
“Estoy bien… en serio… solo… déjame ir a dormir, estoy muy cansada…”.
“Qué mujer tan necia”, dijo Román e hizo a un lado a Gerry, considerándolo incompetente.
‘A una mujer con el carácter de Frida no puedes pedirle permiso para hacer las cosas, tienes que hacerlas y punto’ pensó con molestia y se plantó frente a ella, intimidándola. De pronto la tomó en brazos, seguía siendo tan ligera como recordaba.
“¡¿Qué haces?! ¡Suéltame!”, exclamó Frida angustiada y golpeó su pecho con ambos puños, pero Román no le prestó atención.
“¡Qué me sueltes! ¡Bájame!”.
Pataleó y se retorció, pero el agarre de Román era firme.
“¡La vas a lastimar! ¡Suéltala!”, exclamó Gerry.
“Si no lo hago, ¿qué?”, preguntó Román volteando hacia él con la mirada cargada de rencor.
“No tienes la iniciativa de cuidar a la mujer que dices amar. No quieras corregirme porque yo si intento hacer algo por ella”.
Se metió en el asiento trasero del Bentley junto a Frida y le pidió a Álvaro que condujera hasta el hospital.
“Señora Gibrand, qué gusto volverla a ver”, dijo Álvaro desde el asiento del conductor.
“¡Vuelve a decirme así y no volverás a ver la luz del sol!”, reclamó Frida iracunda mientras se iba al otro extremo del asiento, manteniendo una distancia considerable de Román.
“¿Ese es el hombre patético por el que me reemplazaste?”, preguntó Román sin voltear hacia ella.
“Es solo un niño”.
“Eso es algo que no te importa. Además… ¿Qué tiene que sea un niño?”.
“Tú necesitas un hombre”.
“Yo no necesito a ningún hombre… no te necesito a ti y no lo necesito a él”.
“Ya extrañaba tu arrogancia”.
“¡Vete a la m!erda!”, exclamó iracunda y quiso abrir la puerta.
“¿Qué harás? ¿Saltar del auto en movimiento?”.
“Es preferible a seguir aquí, a tu lado”, exclamó furiosa.
“¡Detén el auto y déjame bajar si no quieres que rompa el vidrio!”.
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