Ese príncipe es una chica: La compañera esclava cautiva del malvado rey - Capítulo 883
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Capítulo 883:
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«¡Daemonikai! ¡Cabrón!», gritó Zaiper con la voz ahogada por el pánico.
Los animales salvajes fueron arrastrados hacia dentro.
Zaiper se retorció, tratando de levantarse, tratando de moverse. Pero su cuerpo débil, tembloroso e inútil lo traicionó. No podía levantarse. No podía escapar.
Las dos bestias sedadas fueron arrojadas descuidadamente al suelo, con sus cuerpos flácidos y sus rasgos relajados.
Zaiper observaba, respirando entrecortadamente, con los ojos muy abiertos.
Luego, los soldados vertieron un líquido espeso y brillante en sus bocas y salieron rápidamente.
«¡No os atreváis a dejarme con ellos! ¡Volved! ¡VOLVED!».
Gritó Zaiper.
La puerta de la celda se cerró de golpe detrás de ellos y el cerrojo encajó en su sitio.
Silencio.
Luego se oyeron gruñidos, al principio débiles. Luego cada vez más fuertes. Hambrientos. Alertas.
Los ojos de Zaiper se movieron lentamente, terriblemente, desde la puerta hacia ellos.
Dos pares de ojos inhumanos lo miraban fijamente: brillantes, grandes y despiertos. Lo miraban como un lobo hambriento que acecha a un conejo herido.
La bestia que llevaba dentro gimió, intuyendo un peligro insondable. El peor peligro.
Las dos criaturas salvajes se pusieron de pie.
Zaiper sacudió la cabeza con fuerza. «¡No… no, no, esperad!».
Se abalanzaron sobre él.
EN LA LUZ Y LA RETRIBUCIÓN
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Daemonikai permaneció fuera del pasillo de la mazmorra hasta que oyó el primer grito espeluznante de Zaiper. Solo entonces se alejó del pasillo. Pronto, los sonidos se desvanecieron. Casi con remordimiento.
Había ordenado a los guardias que trasladaran a Zaiper a la celda más profunda y fortificada para asegurarse de que su tortura no perturbara la paz de la Ciudadela. Pero ahora, por primera vez, se preguntaba si había sido prudente hacerlo.
Cuando llegó a su dormitorio, la escena que se encontró le hizo detenerse.
Allí, en el sofá, Emeriel, envuelta en un sueño tranquilo, sostenía a su hijo, Daesovxscar, contra su pecho. Su pequeña boca se había separado de su pecho y la leche salpicaba sobre el pezón tenso y oscuro, aún expuesto al aire frío. Sus brazos lo acunaban, incluso en su sueño.
Daemonikai se quedó con la boca seca.
No era un hombre que le robara la comida a su hijo, nunca lo había hecho, pero en los últimos días, la idea se había instalado en su mente como un pergamino abierto. Era lo único en lo que podía pensar.
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