El requiem de un corazón roto - Capítulo 907
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Capítulo 907:
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La ausencia de su madre siempre le había dejado una amarga cicatriz y, desde pequeña, la habían etiquetado como una niña sin madre. Por muy insoportable que fuera el dolor, estaba decidida a soportarlo, por el bien de su bebé. Era una creencia a la que se aferraba con uñas y dientes, algo que la mantenía anclada en cada oleada de malestar.
Durante toda la dura prueba, Brian no se apartó del lado de Rachel. Cada mueca de dolor, cada jadeo doloroso que ella emitía le afectaba profundamente, y deseaba con todo su corazón poder asumir su sufrimiento.
A medida que el dolor de Rachel se intensificaba, ya no podía reunir fuerzas para gritar. Sus manos se aferraban a las sábanas con desesperación, su cuerpo se retorcía de agonía.
Brian extendió la mano, instintivamente queriendo consolarla, pero ella lo apartó con las pocas fuerzas que le quedaban. «Te vas a arañar», logró decir, con la voz entrecortada por la angustia.
«No pasa nada. Agárrate a mi brazo, araña o muerde si te ayuda», la tranquilizó Brian con voz firme, aunque le dolía el corazón al verla sufrir tanto.
Finalmente, cuando el cuello uterino de Rachel se dilató dos centímetros y le administraron analgésicos, sintió que el dolor insoportable había remitido. El cambio fue profundo: aunque seguía sintiendo dolor, ahora era mucho más soportable.
Cuando por fin se relajó y soltó el brazo de Brian, este estaba cubierto de arañazos sangrientos, unas marcas impactantes y perturbadoras a la vista.
Su voz era débil cuando habló, con los ojos llenos de culpa. —Deberías… curarte eso.
Brian se ajustó tranquilamente la manga para cubrir las heridas, sin cambiar de expresión. «No es nada», dijo, con una calma en la voz que ocultaba su preocupación. «No me duele. Me quedaré aquí contigo, a tu lado, hasta que traigas a nuestro bebé al mundo».
El tiempo se alargó, las horas pasaban como en una neblina. Después de más de diez horas, Rachel finalmente estaba lista para dar a luz.
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Antes de que comenzara el parto, Brian le tomó la mano y le ofreció palabras de consuelo. «Te prometo que todo irá bien», dijo con voz llena de tranquila determinación. «He traído al mejor equipo médico. No dejaré que te pase nada a ti ni al bebé. Confía en mí».
Rachel asintió con la cabeza, con una voz apenas audible, pero llena de profunda gratitud. «Gracias».
Cuando llevaron a Rachel a la sala de partos, Brian dudó un momento, agobiado por la incertidumbre. Finalmente, reunió el valor para preguntar: «Rachel, ¿puedo entrar contigo?».
Ella le dedicó una sonrisa débil y tranquilizadora. —No hace falta. Gracias por ofrecerte. Seré fuerte, por el bien del bebé.
Él asintió, aunque le dolía el corazón. «Entonces te esperaré fuera».
«De acuerdo», respondió ella en voz baja, con una determinación tranquila en el tono.
El tiempo pareció ralentizarse mientras Brian esperaba ansioso en el pasillo, los minutos se alargaban hasta parecer horas. Cuando por fin oyó los primeros llantos del bebé, sintió una necesidad imperiosa de entrar corriendo, de estar allí con ellos. Antes de que Brian pudiera dar un paso, Ronald intervino rápidamente, sujetándolo con su mano con firmeza pero con delicadeza.
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