El requiem de un corazón roto - Capítulo 1141
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Capítulo 1141:
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Shelly frunció los labios con disgusto. ¿Quiere dinero? Muy bien. Juguemos.
Durante los días siguientes, Heidi siguió llamando, presionando y exigiendo novedades. Shelly, irritada pero cautelosa, mantuvo un tono amable y cooperativo.
«Ya han pasado tres días», espetó Heidi en una llamada. «¿Cuándo vas a enviar el dinero?».
«He reunido tres millones hasta ahora», dijo Shelly con suavidad, inspeccionándose las uñas mientras hablaba. «No te preocupes, lo tendrás pronto».
Hubo una pausa. «Está bien. Envíame primero los tres millones», dijo Heidi finalmente.
Shelly ladeó la cabeza. «¿Por qué tanta impaciencia? ¿No puedes esperar unos días más?».
Eso desencadenó algo. «¡No tengo unos días más!», gritó Heidi. «¡Tengo que irme! Si me quedo más tiempo, me atraparán. ¡Transfiérelo!».
Shelly accedió inmediatamente, con tono complaciente.
En cuanto colgó, puso los ojos en blanco.
¿Irse? Ni hablar.
Volvió a coger el teléfono, esta vez para llamar a la policía. Con calma, les contó el plan de Heidi para huir y les dio toda la información necesaria para atraparla. Luego, sin perder el tiempo, transfirió los tres millones.
Efectivamente, después de eso, Heidi se quedó en silencio. Ni llamadas. Ni amenazas. Solo silencio. Shelly se sintió aliviada. La policía se estaba encargando de todo. Heidi estaría entre rejas en poco tiempo y todo este lío habría terminado.
Apenas le dio más vueltas. Heidi no era alguien por quien perder el sueño, de todos modos.
Hasta que, días después, sonó su teléfono y el nombre de Heidi apareció en la pantalla.
Su corazón dio un vuelco. Shelly respondió con cautela y una voz enloquecida irrumpió en la línea.
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—¡Shelly! ¡Traidora! ¡Fuiste a la policía!
Shelly apretó la mandíbula. Dejó de fingir. —¿Cómo puedes llamarme? ¿No te dijeron que te habían arrestado?
La risa de Heidi resonó en el altavoz, salvaje, desquiciada. —Estás sorprendida, ¿verdad? No tenían pruebas suficientes. ¡Tuvieron que dejarme ir!
La risa se prolongó demasiado. A Shelly se le heló la sangre.
Entonces, el tono de Heidi cambió: gélido y letal. —Shelly… Voy a por ti. No te vas a salir con la tuya.
La línea se cortó.
Shelly se quedó paralizada, con el teléfono aún pegado a la oreja. Heidi no estaba bromeando.
Esa noche, justo a medianoche, sonó el teléfono de Shelly. Aún medio dormida, contestó aturdida: «¿Hola? ¿Quién es?».
Una risa fría y espeluznante resonó al otro lado, provocándole un escalofrío que le recorrió la espalda.
Con las manos temblorosas, apartó el teléfono y miró la pantalla. Heidi. Curiosamente, sintió un ligero alivio. Al menos no era un completo desconocido, solo una lunática conocida.
—Heidi, ¿qué haces llamándome en mitad de la noche?
La voz de Heidi atravesó la línea, aguda y estridente, como cristal raspando metal. «¿Por qué me has hecho esto?».
Shelly no respondió. Su corazón latía con fuerza. Simplemente colgó.
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