El juego de la seducción - Capítulo 76
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Capítulo 76:
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La Encrucijada no estaba en ningún mapa, al menos no en el mundo humano. Era una parada de autobús oculta, un portal entre realidades, un lugar donde el velo entre mundos se estrechaba. El viaje fue largo, el taxi atravesó zonas industriales desiertas antes de detenerse en una desolada parada de autobús bañada por una inquietante luz plateada.
Allí, bajo la atenta mirada de la luna llena, un autobús solitario estaba parado. Tenía la pintura desconchada y las ventanillas brillaban con una luminiscencia de otro mundo. Era éste.
Salí del taxi, el aire zumbaba con una energía invisible. Me recorrió un escalofrío, mezcla de miedo y expectación. Era un mundo del que no sabía nada, un mundo de hombres lobo y leyendas susurradas. Pero la mujer de la foto, con unos ojos tan parecidos a los míos, parecía hacerme señas para que me acercara.
Respiré hondo y cuadré los hombros. Era un billete de ida, un salto a lo desconocido. Pero para recuperar mi pasado, para encontrar una pizca de pertenencia, tenía que dar ese salto. Con paso decidido, subí al autobús y las puertas se cerraron tras de mí. El autobús avanzó a trompicones, sumergiéndome en la oscuridad, hacia un mundo donde la verdad aguardaba oculta en las sombras.
Cuando el autobús salió del velo, escudriñé las calles desconocidas, con el corazón acelerado por la expectación. Y entonces la vi. Parada en una esquina, con el pelo alborotado y los ojos penetrantes, una réplica perfecta de la mujer de la foto. Se me quedó la respiración entrecortada y salí corriendo del autobús, con los pies golpeando el pavimento.
«¡Espera!» Grité, mi voz resonando en los edificios. «¡Abuela!»
Se volvió, clavó su mirada en la mía y, por un momento, nos quedamos mirándonos. Luego se dio la vuelta y desapareció entre la multitud.
«¡Abuela, espera!» Grité, corriendo tras ella. «¡Por favor, no te vayas!»
Me abrí paso entre los peatones, con los ojos fijos en su figura que huía. Finalmente, conseguí agarrarla del brazo y la hice girar.
«Suéltame», espetó, sus ojos brillando con una feroz advertencia.
«No», dije, mi agarre se tensó. «Necesito hablar contigo. Necesito saber la verdad».
Me fulminó con la mirada, sus ojos buscaban los míos. «¿Qué verdad?»
«La verdad sobre mi pasado», dije, con la voz temblorosa. «Sobre quién soy, de dónde vengo».
Suspiró, con los hombros caídos. «Bien. Pero aquí no. Sígueme».
La seguí por las sinuosas calles, con la mente llena de preguntas. Finalmente, nos detuvimos en un pequeño café, escondido en un callejón tranquilo.
«Siéntate», dijo, suavizando su voz. «Y haz tus preguntas».
Me senté, con los ojos fijos en los suyos. «¿Quién soy?» pregunté, con la voz apenas por encima de un susurro.
Sonrió, con una pizca de tristeza en los ojos. «Eres Williams, mi nieto. Y eres mucho más de lo que nunca imaginaste».
Me hizo pasar a un reservado, el cuero rojo desgastado suspiraba bajo nuestro peso. El aroma a café fuerte y pasteles de canela llenaba el ambiente, en marcado contraste con la esterilidad industrial del almacén. Sus ojos, del mismo azul penetrante que los míos, contenían toda una vida de historias, algunas grabadas con líneas de preocupación, otras brillantes con un destello travieso.
«Tú, mi querido Williams», empezó, con voz ronca, «eres el último descendiente de un linaje del que sólo se habla en voz baja: el linaje Luna».
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