El gran regreso de la heredera despechada - Capítulo 715
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Capítulo 715:
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«¡Puta!» Sonó una furiosa maldición, seguida inmediatamente por el agudo estruendo de la porcelana haciéndose añicos contra el suelo.
La situación se había descontrolado tan bruscamente que, a pesar de los incesantes esfuerzos de Leah por suprimir los mensajes escandalosos, éstos seguían multiplicándose como la mala hierba después de una tormenta: inflexibles e imposibles de eliminar por completo.
Años en la industria del entretenimiento habían afinado los instintos de Leah; esto no era sólo mala suerte, era un ataque deliberado. Alguien había puesto sus ojos en ella.
De pie en la puerta, Sonia observó a Leah, que estaba al borde de un ataque de nervios, y dejó escapar un suspiro tranquilo. En un momento tan volátil, intentar hacerla entrar en razón era como susurrar a un huracán: inútil. Era mejor dejar que desatara su furia hasta que el agotamiento embotara los bordes de su rabia.
Durante casi una hora, la habitación se llenó de sonidos incesantes de objetos que chocaban y cristales que se rompían. Por fin, Leah, con la respiración agitada, se desplomó en el sofá, con el pelo alborotado y los ojos brillantes de resentimiento.
Sonia observó los escombros a su alrededor antes de hacer una señal sutil a una criada. Al captar la orden tácita, la sirvienta se adelantó y empezó a limpiar el desastre.
«Ahora que te has desahogado, es hora de que recuperes la compostura», dijo Sonia con tono uniforme, tranquilo pero firme.
«Tienes que asegurarte de que Luna no se desvíe de su declaración original. Sabes exactamente lo que pasará si lo hace».
Leah levantó la cabeza y dirigió a Sonia una sonrisa fría y sardónica.
«A menos que Luna quiera jugar con la vida de su hermano».
Su ayudante, Luna Potter, había luchado con uñas y dientes para escapar de sus humildes orígenes, abriéndose camino desde la nada. Por mucho que Luna hubiera luchado por forjarse una nueva vida, había algo que nunca podría cambiar: la familia en la que había nacido. Una familia en la que los hijos varones eran apreciados como joyas, mientras que las hijas eran tratadas como una carga.
Para ellos, ella no era más que una cartera andante, un salvavidas al que se aferraban con descarada desesperación. Y por mucho que les diera, nunca era suficiente.
La última metedura de pata de su hermano había sido la peor. Una noche de juerga con sus igualmente irresponsables amigos había acabado con él perdiéndolo todo: la casa, el coche, hasta la última posesión de valor de . Y como siempre, la familia recurrió a Luna, exigiéndole que arreglara su desastre.
El enfrentamiento había sido inevitable y brutal. Se habían intercambiado palabras, se habían lanzado acusaciones. Pero cuando Luna se negó a ser su red de seguridad una vez más, su hermano, cegado por la furia, había salido furioso, se había subido a un coche y se había marchado. El destino, sin embargo, tenía un cruel sentido de la ironía. La misma imprudencia que lo había arruinado acabó por alcanzarlo: un accidente, un coma y una factura hospitalaria capaz de aplastar a cualquiera bajo su peso. Y ahora, su supervivencia pendía de un hilo. Un hilo que Leah tenía firmemente agarrado.
Si Luna se atrevía a desafiarla, Leah la cortaría sin pensárselo dos veces.
Al oír esto, Sonia exhaló y se quitó un peso de encima.
«Entonces no hay nada de qué preocuparse».
Un pensamiento parpadeó en su mente y, tras una breve vacilación, preguntó: «¿Y sobre la rueda de prensa de mañana…?».
«No te preocupes». Leah ni siquiera pestañeó. Metió la mano en un cajón, sacó una delgada caja de cigarrillos femeninos y encendió uno con práctica facilidad. Mientras daba una lenta calada, el resplandor de la brasa se reflejaba en sus ojos fríos y calculadores.
«Todo está bajo mi control».
La tenue estela de humo flotaba en el aire, lo que impulsó a Sonia a cruzar la habitación y empujar la ventana para abrirla.
«Descansa un poco».
Leah exhaló otro chorro de humo, con una leve sonrisa jugueteando en sus labios.
«De acuerdo.
El teléfono de Corrine zumbó con un mensaje de Jules. Lo leyó brevemente antes de ponerse en pie. En ese momento se abrió la puerta y entró Nate.
«Bebe esto», le dijo, poniéndole delante una taza de leche caliente. Corrine la tomó, pero no la tocó y la dejó sobre la mesa.
«Necesito salir un momento».
«Es tarde. ¿Adónde vas exactamente?» preguntó Nate, siguiendo con la mirada sus movimientos mientras cojeaba hacia el armario. Su tono era informal, pero había un trasfondo de curiosidad.
Él la siguió a paso tranquilo, observando cómo elegía ropa nueva. Cuando empezó a cambiarse, él se apartó cortésmente.
Pero el espejo de la habitación era un traidor. Su reflejo captaba cada detalle: su delicada figura, la elegante curva de su espalda, la suave extensión de su piel. El suave susurro de la tela no hacía sino aumentar la tensión en el ambiente.
A Nate se le hizo un nudo en la garganta. Su nuez de Adán se balanceó ligeramente y sus ojos oscuros se oscurecieron, despertando en ellos el destello de algo primitivo.
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