El gran regreso de la heredera despechada - Capítulo 1584
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Capítulo 1584:
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Corrine no respondió. Suavemente, sacó su mano del agarre de Jules y entró en la cámara experimental.
La puerta se cerró detrás de ella con un ruido sordo. Jules se quedó paralizado, con un dolor agudo y sofocante en el pecho. El silencio se prolongó hasta que finalmente lo rompió, con la voz tensa y cargada de nerviosismo. «Eaton, ¿qué grado de confianza tienes en esta fórmula?».
Eaton, encorvado sobre la mesa de pruebas, mantuvo sus movimientos mesurados. Sin levantar la vista, respondió con calma: «Alrededor del cincuenta por ciento».
El rostro de Jules se ensombreció al instante.
Un cincuenta por ciento. Una moneda al aire entre la supervivencia y la catástrofe.
Dentro de la cámara, Corrine intentó calmar sus pensamientos, pero las palabras anteriores de Eaton resonaban sin cesar en su cabeza.
Siempre había sido reservada, tardía en abrirse a la gente. Los conocidos casuales seguían siendo solo eso: nombres y caras sin importancia. Algunos confundían su cortesía con amistad, pero para ella, simplemente formaban parte de su entorno.
Solo Jonathan había sido diferente.
Según toda lógica, debería haberse distanciado de él en el momento en que se enteró de su animadversión hacia Nate. Como mínimo, debería haber marcado una línea, mantenerse cautelosa, mantener los límites.
Pero no lo había hecho. Sabía que Jonathan la trataba con una ternura que iba más allá de lo razonable. Con cada encuentro, algo dentro de ella cambiaba.
No era romántico. No era el consuelo de la familia. Pero era algo, inexplicable y profundamente arraigado.
Y cuando Eaton le explicó los peligros a largo plazo de la droga, su primera reacción no fue el miedo por sí misma. Fue la preocupación por Jonathan.
Fuera de la cámara, Jules mantuvo la mirada fija en la pequeña ventana, sin apenas parpadear. Apretaba los puños con tanta fuerza que se le ponían pálidos los nudillos y las uñas se le clavaban en las palmas. El silencio se hacía insoportable, cada vez más largo con cada tic-tac del reloj. Sentía el pecho oprimido. Le costaba respirar.
Por fin, la puerta de la cámara se abrió con un chirrido.
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A través de una neblina blanca, Corrine salió lentamente, claramente agotada.
Jules corrió a su lado sin dudarlo, le puso un abrigo sobre los hombros y la ayudó a sentarse en una silla cercana. Sus manos se movían nerviosas, su mirada buscaba en su rostro cualquier signo de angustia. «¿Cómo te sientes? ¿Estás mareada?».
«Estoy bien», murmuró Corrine. Era el tipo de fatiga que se le metía en los huesos, la que le hacía sentir los párpados insoportablemente pesados.
Apoyando la cabeza en el hombro de Jules, susurró suavemente: «Jules, solo quiero irme a casa… y dormir un rato».
Las palabras de Corrine le golpearon como un puñetazo. Abrió mucho los ojos y una mirada de alarma cruzó su rostro.
Siempre habían sido muy cercanos, bromeando entre ellos, peleándose, intercambiando pullas como hermanos que conocían cada centímetro de la armadura del otro.
Corrine siempre había sido resistente. Él la había visto navegar por el caos con mano firme y nunca había intervenido a menos que ella se lo pidiera.
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