El Dolor de un Amor Perdido: Mentiras y despedidas - Capítulo 92
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Capítulo 92:
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El amor que una vez había florecido entre nosotros ahora parecía marchitarse, pero aun así, algo seguía conectándonos: profundas raíces de costumbres, secretos y un conocimiento mutuo que no se desvanecía fácilmente.
Deslicé mi mano hacia su rostro, acariciando su pálida piel. Intenté salvar algo, cualquier rastro del afecto que una vez compartimos.
Pero era difícil.
La distancia entre nosotros ahora parecía un abismo, y por mucho que me esforzara, parecía que Seraphina ya estaba demasiado lejos.
Mis dedos se deslizaron suavemente por su cuello, rozando los moretones que le había dejado.
Un dolor agudo me atravesó el pecho, como si cada roce me recordara lo mucho que la había herido, no solo físicamente, sino también emocionalmente.
«Perdóname…», murmuré, con cada palabra impregnada de sinceridad.
Mi corazón se sentía pesado, dolorido ante la escena que tenía ante mí.
«No volveré a hacerte esto nunca más».
Promesas que me resultaban fáciles, pero que no estaba seguro de poder cumplir.
Seraphina colocó su mano sobre la mía, apartándola de su cuello con sus delicados dedos.
Nuestras miradas se cruzaron.
Y en lo más profundo de su mirada dorada, vi el dolor que le había causado.
Un dolor que dudaba que desapareciera por completo.
Había creado una fractura en ella, una grieta que tal vez nunca se curaría.
«Buena suerte con tu humana, Caelum…», dijo con amargura, con una voz teñida de una tristeza más profunda que cualquier cuchillo.
«Veamos cuánto dura».
Sus palabras quedaron suspendidas en el aire como un veneno suave, como una maldición.
Antes de que pudiera responder, un ruido en la puerta nos interrumpió.
—Mi reina. Su Majestad —anunció Asher respetuosamente, evitando cuidadosamente la tensión que llenaba claramente el espacio entre Seraphina y yo.
Seraphina aprovechó la interrupción para apartarse, como si el contacto que acabábamos de compartir fuera una carga demasiado pesada para seguir soportándola.
Se cruzó con Asher sin mirarlo siquiera y se dirigió hacia la salida.
La puerta se cerró tras Seraphina y, de repente, la habitación se quedó vacía. Solo quedábamos Asher, Aria y yo, rodeados por un pesado silencio que se aferraba como un sudario de sombras.
—Sí, Asher, ¿qué pasa? —pregunté, obligándome a recuperar la postura de un rey y dejando a un lado, por un momento, las heridas que acababan de reabrirse.
—Se trata del tirador, Majestad. Lo hemos encontrado —anunció Asher con cuidadosa formalidad, aunque había algo en su tono, un ligero temblor, que sugería que la noticia no era tan sencilla como parecía.
Sus palabras me oprimieron el pecho. Miré a Aria, que seguía tumbada en la cama, con la respiración ligera y frágil, y volví a fijar la mirada en Asher.
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