El Dolor de un Amor Perdido: Mentiras y despedidas - Capítulo 89
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Capítulo 89:
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Mi mente sigue dando vueltas, repitiendo el eco de nuestras duras palabras. ¿Cómo hemos llegado a esto? La crueldad que ahora nos define parece tan lejana de lo que éramos antes. Me pregunto si, de alguna manera, estoy perdiendo la cabeza. Perdiendo el control de quién soy, de lo que debería ser: como rey, como marido, como hombre.
¿Por qué Aria tiene tanto poder sobre mí? ¿Cómo ha conseguido esta mujer humana, aparentemente frágil e indefensa, calar tan hondo en mi corazón, hasta el punto de hacerme cuestionar todo lo que antes creía inquebrantable? No fue solo un beso aquella noche o la noche que pasamos juntos hace cinco años. Fue algo mucho más grande, algo que me sacudió hasta lo más profundo. Esa noche despertó en mí una fuerza que aún no comprendo del todo. Hay algo en Aria, algo que me atrae hacia ella como un imán irresistible, pero sigo sin saber qué es.
Mientras estas preguntas dan vueltas en mi cabeza, siento una necesidad cada vez mayor de volver al hospital, de verla, de estar a su lado. La preocupación por la salud de Aria me corroe por dentro. Pero sé que tengo responsabilidades que no puedo ignorar, obligaciones que conlleva el peso de la corona. Debo centrarme en mis deberes como rey. El reino me necesita, necesita estabilidad, acciones decisivas. Sin embargo, hay momentos en los que esta carga se vuelve insoportable. A veces, contemplo seriamente la abdicación, dejar que otra persona ocupe mi lugar, un rey que pueda soportar este peso sin verse abrumado por las emociones y los dilemas personales. «Pesada es la cabeza que lleva la corona», dicen. Y cuánta verdad hay en ello. Ser rey no es la historia gloriosa que sugieren los cuentos. El poder que se supone que debo irradiar para mi pueblo y los enemigos que rodean nuestras fronteras no me pertenece realmente. Es una fachada, una ilusión que he creado y mantengo para proteger a quienes dependen de mí.
Sentado a la mesa, con los restos de un desayuno intacto ante mí, me permito un raro momento de vulnerabilidad. Mis dedos tamborilean sobre la superficie de madera, mis ojos recorren el salón vacío. Cada detalle de este lugar me recuerda lo que estoy perdiendo: mi libertad, mi paz, mi corazón. Intento alejar los pensamientos sobre Aria, sobre Seraphina, sobre el caos que ahora rodea mi vida, pero es inútil.
Los dos días que han pasado han sido una auténtica tortura. Cada segundo se me ha hecho eterno, como si las manecillas del reloj estuvieran atrapadas en arenas movedizas. Mi preocupación por Aria, mezclada con la tensión constante de lidiar con Seraphina, hacía que cada momento se me hiciera eterno. El ambiente era denso y pesado, impregnado de la angustia de esperar algo que parecía imposible de resolver. Hablar con Seraphina se había convertido en una tarea casi insoportable. Su frialdad era algo que nunca imaginé que pudiera llegar a tal punto, ni siquiera en nuestros peores momentos. Salía del castillo todos los días sin dar ninguna explicación, y cada vez que intentábamos hablar, nuestras conversaciones se convertían en pequeñas batallas libradas con palabras afiladas e insinuaciones. Los golpes que le daba a Aria eran incesantes, casi como si fueran un recordatorio de que, para ella, Aria nunca sería más que una intrusa en nuestras vidas.
El final del segundo día llegó como una sombra en el horizonte, trayendo consigo una creciente sensación de desesperación. Aria empeoraba por momentos y los médicos hacían todo lo posible e imposible para mantenerla con vida. Me senté en el sillón junto a la ventana, la suave luz del atardecer proyectaba largas sombras por toda la habitación. La melancolía del crepúsculo, con sus tonos grisáceos y la quietud que acompañaba a la noche, reflejaba mi estado de ánimo. Mi cuaderno descansaba en mi regazo mientras intentaba, casi mecánicamente, ocuparme de los asuntos del reino. El sonido de las teclas bajo mis dedos se mezclaba con los pitidos de las máquinas, creando una banda sonora silenciosa y solemne para la escena.
Entonces, en la distancia, percibí el aroma de Seraphina. Incluso antes de oír sus pasos, su familiar perfume, con ese toque de flores oscuras y hierbas, anunciaba su presencia. El sonido de los pasos de mi esposa resonaba en los pasillos del hospital, entremezclándose con el lejano ajetreo de las enfermeras que iban y venían. Cerré el cuaderno antes de que ella llegara a la puerta.
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