El Dolor de un Amor Perdido: Mentiras y despedidas - Capítulo 87
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Capítulo 87:
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Mi mente da vueltas sin descanso, buscando una salida, una solución en caso de que ocurra algo inesperado, de que ella sobreviva de alguna manera.
Las paredes de la habitación parecen cerrarse a mi alrededor, como si los cimientos mismos del castillo conspiraran contra mí. Salgo al balcón, esperando que el aire fresco de la noche me aclare las ideas, pero la sensación de asfixia se aferra a mí como una segunda piel.
El cielo está salpicado de estrellas, pero ni siquiera su brillo me reconforta.
Las estrellas de Veridiana son brillantes, sí, pero frías y distantes, nada que ver con las de mi antiguo reino, Syltirion.
Allí, las estrellas cantaban.
Sus melodías susurraban hechizos en las noches claras, guiándonos, dándonos fuerza. Recuerdo el resplandor que bañaba nuestras ceremonias sagradas, cómo cada constelación nos otorgaba sabiduría y fuerza.
El dolor por mi patria crece, una herida abierta en mi interior, que late con el dolor del exilio que elegí.
El miedo a que Syltirion se desvanezca en el olvido me corroe en cada hora de silencio que paso en este lugar extraño, rodeado de muros que nunca sentiré como mi hogar.
Mientras contemplo las constelaciones, buscando un significado entre las estrellas, un recuerdo se hace borroso.
Karin.
Su rostro aparece en mi mente como un bálsamo contra el caos.
Su sonrisa. Sus palabras. Su tacto.
El recuerdo de él calma la tormenta que hay en mi interior y me devuelve la sensación de control que creía haber perdido.
Karin siempre supo cómo manejar situaciones como esta. Era uno de los hechiceros más poderosos que he conocido, entrenado en el arte del combate desde niño, con la magia fluyendo por sus venas con la fuerza de ríos ancestrales.
Era mi ancla en tiempos de incertidumbre, mi calor en las noches más frías.
Él sabría qué hacer. Me ayudaría, como siempre había hecho.
Karin encontraría la manera de acabar con Aria, de silenciarla para siempre, y con ella, a esos malditos bastardos a los que llama hijos.
La idea enciende una chispa de esperanza.
Vuelvo rápidamente al interior. El suave susurro de mis pies descalzos se desliza por el suelo de mármol, mezclándose con el viento que golpea las ventanas del castillo.
Al llegar a mi tocador, abro un cajón y cojo mi teléfono.
Su nombre me mira desde la pantalla, todavía guardado después de todos estos años.
Hace mucho que no hablamos.
No sé dónde le ha llevado la vida, si se ha casado, si ha seguido adelante, si ha construido un nuevo mundo sin mí.
Pero ahora nada de eso importa.
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