El Dolor de un Amor Perdido: Mentiras y despedidas - Capítulo 79
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Capítulo 79:
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Aria.
Mis ojos la encuentran justo a tiempo para ver cómo su cuerpo se derrumba, pesado y lento, como si la propia tierra la reclamara.
El sonido de su impacto contra el suelo me aplasta el pecho.
Todo lo demás se desvanece: las voces, las órdenes, el movimiento. Todo se ahoga bajo el rugido de mi propio horror.
La sangre brota de su cuello, una herida irregular que se abre profundamente de un lado a otro. Se derrama en un torrente implacable, cubriendo su piel morena con un brillante manto rojo.
Empujo a los soldados que me rodean, sus gritos a mis espaldas son ecos lejanos y sin sentido. Caigo de rodillas a su lado, el suelo del bosque me araña la piel y el olor acre de la sangre se vuelve más intenso.
Presiono la herida con todas mis fuerzas. El calor de su sangre me empapa los dedos, negándose a detenerse, filtrándose como el agua a través de una piedra rota.
Su piel está helada al tacto. Su respiración, si es que aún respira, es superficial, débil.
Y su rostro… Dios, su rostro. Está tan pálido. Tan inmóvil.
Como si la muerte ya la hubiera tocado.
Sus labios están entreabiertos, pero no emiten ningún sonido, solo un débil aliento, como si sus fuerzas se estuvieran agotando. No puedo pensar, no puedo razonar. Lo único que importa es mantenerla con vida, sin importar el precio.
Sin dudarlo, comienzo a recitar el antiguo hechizo curativo, las palabras de mis antepasadas hechiceras resonando instintivamente en mi mente. Siento la magia pulsando a través de mí, débil y vacilante, pero aún presente. Hilos dorados de luz se forman en mis dedos, extendiéndose hacia la herida de Aria, extendiéndose por su piel como una red de vida. El hechizo es poderoso, pero limitado. Fue diseñado para tratar lesiones en licántropos transformados —huesos rotos, contusiones—, no heridas profundas como esta. Aun así, es todo lo que tengo.
La magia se extiende por su cuerpo, pero puedo sentir que no es suficiente. Su rostro sigue pálido, sus venas se marcan, azules y moradas, como si la muerte ya hubiera comenzado a reclamar su lugar. El hechizo apenas logra detener la sangre que sigue brotando.
—¡Majestad, la espada estaba envenenada con icor nocturno! —dice Asher por encima de mí, con voz distante, como si estuviera a kilómetros de distancia. Mis ojos se fijan en el rostro de Aria: sus labios se están volviendo morados y sus venas, marcadas por la presencia del veneno, se hinchan bajo la piel. Una rabia primitiva y devastadora se enciende en mi interior. La criatura que se atrevió a hacerle daño así lo pagará con su vida.
—¡Enviad a mis hombres a capturar al tirador! —rugo, con la voz llena de una furia incontrolable que rasga el aire. La ira hierve dentro de mí, casi eclipsando el dolor y la desesperación, pero debo concentrarme. Aria sigue en mis brazos y no hay nada más en mi mundo en este momento.
Toda mi atención se centra en Aria, en el silencio sepulcral que emana de su cuerpo, en el sutil movimiento de su respiración, que se debilita con cada segundo que pasa. Con cada minuto que pasa, su corazón late más débil, y el sonido de ese pulso débil resuena en mi mente, como el último signo de esperanza a punto de extinguirse. Puedo oírlo. Incluso por encima del ruido de las ruedas chirriando contra la carretera, incluso por encima del motor, incluso por encima de mis propios gritos, puedo oírlo. El latido del corazón de Aria. Débil. Casi imperceptible.
«¡Maldita sea, más rápido, Asher! ¡Se está muriendo!», grito, con la voz rota, casi sin fuerzas. Ya no hay furia en mí, solo desesperación. Me siento pequeño, impotente, y el peso de esa impotencia me está destruyendo por dentro.
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