El Dolor de un Amor Perdido: Mentiras y despedidas - Capítulo 60
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Capítulo 60:
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«Sabes, pensé que iba a morir en esa casa», murmura, con una inesperada vulnerabilidad en su voz.
«Morir por culpa de él, ese cerdo».
Hace una pausa y respira hondo, como si intentara exorcizar los demonios de su pasado. Su mano temblorosa se aferra al recuerdo de cada humillación y traición.
«Nunca tuve la fuerza para escapar, para abandonar ese matrimonio con dignidad… o con dinero. Pocas lo hacen, si somos sinceras».
Hay una amargura resignada en sus palabras, algo que me hace sentir un escalofrío.
Suspira de nuevo, sus ojos oscuros y vidriosos revelan, por un momento, a una mujer derrotada. No derrotada por la vida, sino por los monstruos a los que se negó a enfrentarse durante tanto tiempo.
«Creo que los hombres como mi difunto marido nos chupan el alma, ¿sabes?».
Me mira, como buscando una comprensión silenciosa, una hermana en el sufrimiento.
«Nos drenan la fuerza vital para que no podamos marcharnos».
Siento que se me seca la garganta, como si el peso de sus palabras bloqueara el aire que intento respirar desesperadamente.
Ese lugar oscuro, lleno de sombras que se mueven a medida que la luz se atenúa, ahora parece el escenario de una tragedia en la que me han arrojado sin previo aviso.
El miedo vuelve a apoderarse de mi corazón, creciendo con cada segundo que pasa.
No puedo dejar que deje de hablar.
Cada palabra que pronuncia, por retorcida que sea, es mi única oportunidad de ganarme su confianza y, tal vez, escapar de este infierno.
La tensión en mis muñecas se intensifica cuando intento moverme, pero me obligo a mantener la calma.
«¿Lo mataste?».
Mi voz sale temblorosa, pero tengo que hacer la pregunta.
Ella sonríe.
Una sonrisa escalofriante que me hace sentir un frío escalofrío por la espalda.
Esa sonrisa lo dice todo: es la sonrisa de alguien que ya no siente remordimientos.
«Sí», confirma, inclinando ligeramente la cabeza, como si recordara algo dulce y satisfactorio.
«Gracias a la señorita. Ella fue mi salvación. Vio lo infeliz que era… y sabía que yo sola no tendría fuerzas. Ella me salvó. Me dio una salida».
Hay un brillo extraño en sus ojos, algo entre la locura y la adoración.
Sorprendentemente, su tono está lleno de alegría, como si estuviera contando un regalo precioso que ha recibido.
Sus palabras me golpean como cuchillos invisibles.
No siente culpa alguna por lo que ha hecho.
«¿Qué señorita?», pregunto, con la ansiedad creciendo dentro de mí.
Mi corazón late con fuerza por la preocupación.
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