El Dolor de un Amor Perdido: Mentiras y despedidas - Capítulo 54
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Capítulo 54:
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«¿Qué hacemos, mi señora?». Su voz tiembla, cada palabra empapada de pavor.
Respiro hondo, llenando mis pulmones de aire frío. La miro con una mirada tan penetrante que podría congelar la sangre.
«Te daré una nueva oportunidad para arreglar todo», declaro con voz fría como el acero, sin rastro de compasión.
Mi expresión no deja lugar a dudas.
No hay más margen para errores.
Con un movimiento lento y deliberado, meto la mano en el bolsillo y saco un pequeño frasco. El cristal brilla en la penumbra de la habitación y, en su interior, el líquido oscuro parece latir con una energía malévola, como ansioso por cumplir su mortal propósito. El veneno Icor Noturno que queda, recuperado de las profundidades de las cámaras secretas del castillo, se encuentra ante mí, prometiendo destrucción.
Espero que la policía humana sea lo suficientemente tonta como para no rastrear el origen de este veneno. Y aunque lo hicieran, ¿qué más daría? No hay ninguna conexión entre este acto y yo, al menos ninguna que puedan demostrar. Para esta patética criatura que tengo delante, no soy más que una hechicera, una benefactora que le ofreció un escape de su tormento, de su miserable matrimonio.
«Úsalo con Aria», le ordeno, extendiendo el frasco hacia ella. «Elimínala y haz que parezca que se ha suicidado. Deja una nota confesando el asesinato de su marido». Mis palabras son firmes, cada sílaba cargada de autoridad incuestionable.
Ella toma el frasco con manos temblorosas, con los ojos fijos en el líquido venenoso como si fuera la clave de su propia salvación o condenación.
«Sí, mi señora», responde, con la voz aún cargada de miedo, pero ahora con un matiz de malicia que antes no estaba presente. «Pero ese no era el acuerdo original. Necesitaré más dinero… para poder escapar y planear su muerte con más detalle». La astucia en su voz me irrita, y veo la codicia brillando en sus ojos.
Le lanzo una mirada gélida, mi paciencia se agota. La arrogancia de esta mujer será su ruina; estoy seguro de ello. Está jugando con fuerzas que superan con creces su comprensión y no tiene ni idea del destino que le espera.
Respiro hondo, controlando la rabia que amenaza con brotar a la superficie, y asiento con la cabeza, suavizando mi expresión lo justo para parecer convincente.
—Sí, una vez que me confirmes que Aria está muerta, te daré quince mil más —afirmo, con cada palabra impregnada de una convicción que enmascara mis verdaderas intenciones.
En realidad, tan pronto como confirme la muerte de Aria, la misma cruel suerte la espera. No puedo permitir que quede ningún cabo suelto, ningún rastro de mi participación en este plan que salga a la luz. Ella no es más que otra pieza desechable en mi tablero y, una vez cumplido su papel, se unirá a su marido en la tumba.
Al final de la fiesta, mientras la música se desvanece en un eco lejano y el salón se va vaciando poco a poco, me dedico a acompañar a los últimos invitados, los más ebrios, hasta la salida. Cada uno de mis movimientos parece casi ritual, algo que echaba de menos mientras estaba encerrado en casa sin trabajo. Siento que, bajo la tenue luz que crea esta atmósfera íntima, alguien me observa. Miro a mi alrededor, buscando la mirada que se fija en mí, pero no encuentro nada más que invitados animados que siguen insistiendo en quedarse en la pista de baile, a pesar de que la música hace tiempo que ha dejado de sonar.
Pero hay algo más, algo que no puedo identificar. Bajo la delicada penumbra, la sensación de ser observado persiste, persistente como una sombra que se aferra a mis talones.
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