El Dolor de un Amor Perdido: Mentiras y despedidas - Capítulo 44
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Capítulo 44:
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La visión de la oficina ahora, tan diferente de lo que era, me produce una oleada de alivio que casi me hace tambalear. Respiro hondo, tratando de asimilar la nueva realidad del espacio.
El aire, que antes parecía cargado con el peso de la muerte, ahora es más ligero, con un ligero aroma cítrico, probablemente procedente de algún purificador de aire oculto.
Me doy cuenta de que el hombre de voz apagada está sentado en una silla de respaldo alto, de espaldas a mí. Su misteriosa presencia solo hace que mi corazón lata aún más rápido.
«Hola, señor. ¿Ha pedido que me llamaran?». Mi voz, cargada de incertidumbre, suena vacilante, reflejando la duda y la aprensión que dominan cada fibra de mi ser. No sé cómo actuar, qué esperar, y esta incertidumbre me deja a merced de la situación.
Llega la respuesta, y la familiaridad de esa voz me golpea como una descarga eléctrica.
«Sí, señorita Aria Everhart. Quiero hablar con usted de algo importante. Algo que nos concierne a los dos», responde con voz grave que resuena en toda la habitación, llenando cada rincón de la oficina.
Tardo unos segundos preciosos en recomponerlo todo en mi mente, los fragmentos de memoria encajan lentamente hasta que la realidad de la situación se despliega ante mí. Antes de que pueda reaccionar, la silla comienza a girar y el rostro del hombre que había permanecido oculto hasta ahora se revela por fin.
La conmoción me paraliza cuando mis ojos se encuentran con la mirada penetrante del rey Caelum.
«Tú…», las palabras se escapan de mis labios en un balbuceo aturdido, mi mente da vueltas mientras trato de procesar la magnitud de lo que estoy viendo. La gravedad de la situación se abate sobre mí como una ola, aplastándome con una fuerza que casi me deja sin aliento.
La mirada de sorpresa de Aria me envía un escalofrío reconfortante por la espalda. Esa expresión en sus ojos, el brillo confuso pero ansioso, me transporta a aquella noche de hace cinco años. El recuerdo de su piel contra la mía, la forma en que su cuerpo se amoldaba al mío, inunda mi mente con una intensidad abrumadora. Puedo oír cómo se acelera su corazón al verme, su ritmo resuena como música, arrastrándome al pasado.
¿Qué hay en esta humana que me atrae tanto? Sus ojos marrones se encuentran con los míos con tal mezcla de emociones que me pregunto si son los recuerdos de hace cinco años. Hay algo irresistible en su forma de comportarse, como si cada movimiento estuviera diseñado para captar mi atención. Sus curvas, que una vez exploré con manos ansiosas, todavía me tientan de una manera primitiva y visceral. Su aroma, embriagador y embriagador, parece despertar mi lado licántropo con una intensidad que nunca antes había sentido, ni siquiera con Seraphina, mi esposa.
«Su Majestad», Aria finalmente se recompone, tratando de ocultar su nerviosismo, pero el temblor de su voz y la forma en que se limpia las manos en los pantalones, como si borrara algún rastro invisible de debilidad, me dicen que la estoy afectando.
Observo sus gestos con una sonrisa contenida, disfrutando del efecto que mi presencia tiene en ella. Es muy diferente de la Aria que conocí en aquel bar, segura de sí misma y sin miedo, pero el alcohol tiene la capacidad de revelar nuestro verdadero yo, y quizá la mujer que tengo ante mí ahora es solo una versión más contenida de la que conocí aquella noche.
—Hola, Aria. Por favor, siéntate —le ordeno mientras la observo paralizada junto a la puerta. Ella duda un momento, con los ojos reflejando la lucha interna entre el deseo de huir y la necesidad de obedecer. Su corazón, antes irregular, comienza a estabilizarse, aunque su respiración sigue siendo entrecortada, casi audible incluso para los oídos humanos.
La piel olivácea de Aria brilla con un ligero sudor nervioso, y me fascina esta combinación de fuerza y vulnerabilidad. La ropa que lleva, por práctica que sea, no puede ocultar la belleza intrínseca que posee, y mi mente traicionera evoca la imagen de ella desnuda, vestida solo con esa lencería azul que moldeaba sus curvas de una forma que nunca he olvidado.
Observo fascinado cómo Aria da cada paso hacia mí y se sienta en la silla más baja, frente al escritorio que nos separa. Cómo desearía poder barrer todo lo que hay sobre este escritorio y tumbarme con ella aquí y ahora.
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