El Dolor de un Amor Perdido: Mentiras y despedidas - Capítulo 37
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Capítulo 37:
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«Papá podría ayudarte, ¿verdad, mamá?», pregunta Elowen, haciendo que tanto mi madre como yo la miremos. Ella me mira con esos ojos grandes e inocentes y, por un momento, el mundo parece detenerse.
«Me encantaría que tu papá pudiera ayudarme, mi princesa. Pero ¿recuerdas lo que te dije? Papá está muy lejos; no puede ayudarme», le miento con delicadeza a mi hija.
«No, mamá. Lo vimos hace un rato, en la comisaría», declara Elowen con entusiasmo, con una voz llena de una certeza que hace que mi corazón se acelere.
Mi madre y yo intercambiamos miradas, ambas sorprendidas por la inesperada revelación. Siento que la sangre se me hiela en las venas y el miedo vuelve a apoderarse de mí. ¿De quién estaba hablando?
«Los niños tienen una gran imaginación», declara Lyra, rompiendo el silencio que se había instalado como una espesa niebla tras la sorprendente afirmación de mi hija.
Su voz es firme, pero hay una ligera vacilación, como si intentara convencerse a sí misma tanto como a mí. «Buscan llenar el vacío de sus vidas con la imaginación».
Asiento con la cabeza, pero por dentro mi mente es un torbellino de dudas y ansiedad. Algo en las palabras de Elowen me inquieta, algo que va más allá de la mera fantasía infantil.
Los brillantes ojos verdes de mi hija, tan puros y sinceros, están llenos de una expectativa que me inquieta. No puedo evitar la sensación de que sus palabras encierran algo más que los sueños inocentes de una niña, algo más que un simple intento de consolarse a sí misma o a mí.
Un escalofrío recorre mi espalda y la celda, que antes era solo una prisión física, ahora parece sofocar mis pensamientos y atraparme en un torbellino de incertidumbre.
El sonido de unos pasos que se acercan me saca de mi ensimismamiento. El oficial que trajo a mi madre y a mis hijos aparece de nuevo, su imponente figura llenando la entrada de la celda con una presencia fría y autoritaria.
«Tengo que llevarlos de vuelta a la zona de recepción antes de liberar al detenido», anuncia con voz metálica, desprovista de empatía o consideración. Es como si fuera una máquina, programada para seguir órdenes sin cuestionar nada.
Mis cejas se levantan con sorpresa, mi corazón se acelera con una mezcla de incredulidad y esperanza.
«¿Me van a liberar? ¿Por qué?», pregunto, sorprendido, con la voz llena de una confusión que no puedo reprimir. ¿Cómo puede estar pasando esto? ¿Quién habrá intercedido en mi favor?
«Alguien pagó la fianza. Vamos, síganme. No tengo todo el día», responde el oficial con sequedad, ya moviéndose para escoltar a mi madre y a los niños antes de que pueda decir otra palabra.
Mis pensamientos se aceleran, girando en espiral a través de preguntas interminables, pero no hay tiempo para respuestas.
«¡Nos vemos pronto!», grito por el pasillo, mi voz resonando contra las paredes de hormigón mientras desaparecen de mi vista, dejando un pesado silencio a su paso.
Me quedo quieto un momento, tratando de asimilar lo que acaba de pasar.
Pero la incredulidad pronto da paso a una ola de alegría incontrolable. Salto de felicidad, con el cuerpo vibrando con una energía renovada.
La celda, que hace unos momentos parecía una tumba, de repente adquiere un nuevo aspecto, casi como si las paredes oscuras y el olor nauseabundo ya no pudieran extinguir la euforia que siento.
Poco después, aparece una agente y me lleva a otra zona de la comisaría. El camino es laberíntico y cada paso resuena como un latido acelerado. Pasamos por varias salas, algunas llenas de monitores y otras con detenidos sentados, con expresiones sombrías que reflejan la incertidumbre de lo que les espera.
Me invade una sensación de irrealidad, como si estuviera viendo todo desde fuera de mi propio cuerpo.
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