El Dolor de un Amor Perdido: Mentiras y despedidas - Capítulo 338
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Capítulo 338:
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Aria, todavía en camisón, no puede responder de inmediato. Su cuerpo se arquea involuntariamente y un grito crudo y visceral se escapa de sus labios, apretándome el pecho con su intensidad. La contracción es fuerte, una clara señal de que este bebé no va a esperar mucho más.
Sin dudarlo, cojo a Aria en brazos y la llevo al coche.
«Menos mal que lo tenía todo preparado», digo, intentando aliviar el ambiente, mientras echo un vistazo a la silla de coche ya instalada en la parte trasera y a la bolsa para el hospital estratégicamente colocada junto a la puerta.
«Dios, eres un padre tan cariñoso», murmura Aria entre dientes, con su humor como un fino velo sobre el dolor.
«¡Y orgulloso de ello!», respondo, arrancando el coche.
El trayecto al hospital se hace eterno, cada minuto se alarga mientras la respiración de Aria llena el aire, mesurada pero interrumpida con frecuencia por suaves gritos de dolor. Cada semáforo en rojo es una afrenta personal, pero mi atención se divide entre la carretera y su rostro, buscando señales que me indiquen que debo conducir aún más rápido.
Por fin llegamos al hospital. Apenas consigo aparcar antes de que un equipo de enfermeras se apresure a salir a nuestro encuentro. Colocan a Aria en una silla de ruedas, pero ella me agarra con fuerza del brazo, con los ojos llenos de pánico.
«¡Tienes que venir conmigo!», dice desesperada. «No puedo hacerlo sola».
Sonrío y la sigo hasta la sala de partos.
El parto se prolonga durante horas, y cada segundo parece una eternidad. Sus gritos cortan el aire, mezclándose con las firmes instrucciones del personal médico. Su rostro brilla por el sudor, con el pelo pegado a la frente, mientras da todo lo que tiene para traer a nuestro hijo al mundo. Yo estoy tenso a su lado, deseando poder hacer algo más que murmurarle palabras de ánimo, decirle que lo está haciendo muy bien y que el bebé ya casi está aquí. Aria me insulta y me ordena que me calle varias veces, pero yo la ignoro; sé que son solo las hormonas las que hablan.
Entonces, por fin, el sonido que hemos estado esperando llena la habitación. Un llanto. Fuerte, alto, vivo. Mi corazón casi se detiene y veo cómo el cuerpo de Aria se relaja por un momento, como si le hubieran quitado un peso enorme de encima.
«Enhorabuena a los nuevos padres, ¡es un niño!», anuncia el médico, con una sonrisa que se extiende por toda la habitación como la pólvora.
Cuando colocan a ese pequeño ser en los brazos de Aria, el mundo parece detenerse. Es tan pequeño, tan perfecto. Su piel es suave y rosada, sus diminutos puños están cerrados y sus ojos entreabiertos parecen buscar algo familiar.
«Hola, mi pequeño príncipe. Hola, soy tu mamá… hola, ¿estás bien?», murmura Aria con voz suave y tierna, como el susurro de una brisa suave. Cada palabra rebosa amor y asombro, como si estuviera completamente hipnotizada por la frágil vida que acuna. Los llantos del bebé, que momentos antes llenaban la habitación, comienzan a apagarse, sustituidos por suaves gemidos y movimientos inquietos.
Sus dedos trazan caminos invisibles por su rostro, en el que se refleja una mezcla de serenidad y vulnerabilidad. Sus mejillas redondas están ligeramente sonrosadas y sus manitas se abren y se cierran, como si ya intentaran agarrarse al mundo. Aria lo mira con un amor tan profundo que se me encoge el corazón y, al mismo tiempo, parece hincharse en mi pecho.
El momento es tan puro, tan completo, que parece la esencia misma del amor capturada en el tiempo.
«¿Ya le han elegido un nombre?», pregunta el médico con delicadeza, rompiendo el momento con un suave recordatorio de que el mundo sigue existiendo más allá de este pequeño universo que hemos creado aquí.
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