El Dolor de un Amor Perdido: Mentiras y despedidas - Capítulo 302
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Capítulo 302:
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«¡Arrestad a mi esposa, Seraphina Ravenshire!», ordena Caelum con cruel satisfacción.
Miro a Caelum, atónito por el giro de los acontecimientos. Los guardias se acercan a Seraphina y le colocan un grillete inhibidor de poderes.
«¡Maldito traidor, teníamos un trato!», escupe Seraphina, furiosa.
Caelum le dedica una sonrisa maliciosa y despectiva. «Sí, lo teníamos. Pero aprendí de la mejor… de ti. A no cumplir nunca mi palabra. Llevadla a una celda, la más profunda, fría y aislada de aquí», ordena Caelum con diversión.
Me quedo paralizado, conmocionado por todo lo que está pasando. La prisión, ya de por sí opresiva, ahora parece palpitar con una energía caótica, reflejando la confusión que hay dentro de mí. Cuando se llevan a Seraphina, sus gritos de protesta resuenan por el pasillo, pero nadie se mueve para intervenir.
Cuando nos quedamos solos de nuevo, el silencio es sepulcral. Alexander es el primero en romper el silencio.
—Caelum, ¿por qué has hecho eso? Estaba dispuesto a irme con Seraphina, a cumplir nuestra parte del trato. —Su voz está cargada de incredulidad y quizás un toque de frustración.
Caelum finalmente se mete las manos en los bolsillos y se encoge de hombros. —No he sacrificado la mitad de mi alma para que la desperdicies así —responde Caelum.
De repente, oigo la voz de Caelum en mi mente, suave y gentil, casi como un susurro:
«Nunca dejaré que pierdas lo que te hace feliz, Aria. Alexander te hace feliz, ¿verdad? Quiero eso para ti, toda la felicidad del mundo. La familia con la que siempre has soñado. Te quiero, Aria».
Esa declaración silenciosa me calienta el corazón y me deja sin palabras. No puedo mirarlo, pero siento una gratitud silenciosa y una punzada de algo más profundo, algo que no puedo nombrar.
«Bueno, vamos, porque tengo que ver a mis hijos», declara Caelum con naturalidad, mientras se dirige hacia la salida.
UN MES DESPUÉS…
La habitación en la que me encuentro está iluminada por un suave resplandor dorado que se filtra a través de los grandes ventanales y se refleja en las superficies pulidas de los muebles ornamentados. El espejo que tengo delante cubre casi toda la pared y en él veo mi reflejo transformado en algo que parece sacado de un cuento de hadas.
Mi vestido de novia es una obra de arte. El delicado encaje forma intrincados patrones que se extienden como ramas en flor, y las diminutas piedras preciosas que lo adornan capturan la luz de una manera hipnótica. La tela de color crema contrasta maravillosamente con mi piel oscura, como si el vestido estuviera hecho para resaltar cada detalle de mi persona. «¡Mamá, pareces una princesa!», exclama Elowen con tal alegría que mi corazón casi estalla. Sus ojos verdes brillan como esmeraldas vivas y la sonrisa en su pequeño rostro es radiante.
Elowen exclama con tal alegría que mi corazón casi estalla. Sus ojos verdes brillan como esmeraldas vivas y la sonrisa de su carita es radiante.
«Tu madre va a ser duquesa, Elowen. Una duquesa preciosa», comenta Lyra con orgullo.
Sé que, para ella, el título significa más que la unión en sí. Aun así, decido ignorar su comentario, negándome a dejar que nada estropee este momento tan especial.
Me giro para mirar a mi hija, que está preciosa con su vestido azul turquesa. El color acentúa sus rizos bien definidos, que caen en ondas brillantes sobre sus hombros, adornados con una corona de delicadas flores. Es como si ella misma fuera una princesita de un reino encantado.
«Estás más guapa que yo, mi princesa», le digo con la voz entrecortada por la emoción.
Elowen se ríe y me toma de la mano, tirando de mí para que nos pongamos juntas delante del espejo. Durante un momento, nos quedamos mirando nuestro reflejo y mi corazón se llena de una ternura indescriptible. Intento contener las lágrimas que amenazan con caer, pero algunas logran escapar. Mi madre, siempre observadora, me pasa un pañuelo. Me seco las lágrimas con cuidado, evitando manchar el maquillaje impecable que los talentosos maquilladores han tardado horas en perfeccionar.
—Es la hora, señorita Aria —me informa un sirviente del castillo.
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