El Dolor de un Amor Perdido: Mentiras y despedidas - Capítulo 286
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Capítulo 286:
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Los latidos del corazón de Alexander, que antes oía debilitarse con tanta claridad, ahora son más fuertes. Su olor también ha cambiado, volviendo a esa mezcla familiar de menta y madera de manzano, un aroma reconfortante.
Le sujeto la mano, tratando de mantener el contacto físico, como si eso creara un vínculo entre nosotros, como si mi presencia pudiera obrar algún tipo de milagro. Le acaricio suavemente la piel, ahora más cálida, más viva, aferrándome a cualquier signo de mejora. Mi esperanza, que había comenzado a marchitarse, renace con cada respiración que toma, con cada pequeño movimiento que hace su cuerpo.
«Tengo miedo de la próxima luna llena», confieso en voz baja. Una inquietud creciente se agita en mi interior, una sensación de cambio, de poder bruto acumulándose, esperando ser liberado. «Alexander, todo ha cambiado y estoy aterrorizada. Siento toda esta fuerza, esta rabia recorriendo mi cuerpo y, la mayor parte del tiempo, no puedo controlarla». No soy quien solía ser y eso me asusta.
De repente, siento un tirón en los dedos, un apretón de la mano. El corazón se me encoge al darme cuenta de que Alexander se está despertando. Sus ojos parpadean mientras se mueve.
«¿Aria?», dice mi nombre con voz ronca y débil. No puedo contener la sonrisa que se dibuja en mis labios, una mezcla de alegría, alivio y gratitud abrumadora.
«¡Hola, mi amor, estoy aquí!», respondo inmediatamente, con la voz cargada de emoción, mezclada con la felicidad pura de verlo despierto. Le toco la cara con suavidad, como si fuera de cristal, demasiado frágil para soportar cualquier fuerza. Abre los ojos y nuestras miradas se cruzan por primera vez en lo que parece una eternidad.
El médico entra y examina a Alexander. Me quedo en la habitación, observando todo el procedimiento, cruzando la mirada con Alexander varias veces. Ojalá pudiera leer su mente, saber lo que está pensando.
En cuanto el médico se marcha, vuelvo a sentarme a su lado y le cojo la mano entre las mías.
«Tengo tantas cosas que contarte, Alex, tantas…», le digo, con la voz llena de nerviosa expectación.
Paso las siguientes horas contándole todo lo que ha pasado, tratando de llenar los vacíos del tiempo que ha perdido. Le hablo de Seraphina y de la amenaza constante que representa, de Drave y su rebelión, de los gemelos y de todo lo que han pasado. Cada palabra es como un peso que se me quita de encima, pero al mismo tiempo me recuerda la complejidad de la situación en la que nos encontramos. Sé que necesita saberlo todo, pero no sé cómo explicárselo sin abrumarlo.
Finalmente, llego a la parte de la mordedura de Caelum. Al mencionarlo, siento un nudo de incomodidad en el pecho, pero es algo que Alexander tiene que saber. Le muestro la marca en mi brazo, ahora curada, pero aún visible. No ha desaparecido por completo, y este constante recordatorio de lo que pasó con Caelum se cierne entre nosotros.
Es una marca que desearía no tener, pero que no puedo borrar.
—¿Entonces tú y él… están juntos? —pregunta Alexander, con voz fría y teñida de dolor.
—¡Por supuesto que no! —Las palabras brotan de mi boca, casi como un grito, en un intento desesperado por sofocar cualquier duda que pueda tener. Me acerco a él, con las manos temblorosas mientras gesticulo, tratando de transmitir la verdad que arde dentro de mí. «Alexander, no sé lo que viste… ¡pero no era yo! Nunca te traicionaría así. Esto», le muestro mi mano, con el anillo de compromiso brillando bajo la suave luz, «¡quiero casarme contigo, con nadie más!». Mis palabras son sinceras, pero aún puedo sentir el fantasma de la inseguridad flotando en el aire.
Alexander me mira fijamente, con la mandíbula apretada, el pecho subiendo y bajando con respiraciones pesadas, como si estuviera luchando con sus propios pensamientos. Sé que quiere creerme, pero las sombras de la duda son implacables. Abre la boca para hablar y, por la tensión de su rostro, sé que está listo para discutir, hasta que Caelum aparece en la puerta.
Su entrada es abrupta, su presencia imponente. La habitación parece encogerse a su alrededor, como si el aire mismo lo reconociera como una fuerza inevitable.
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