El Dolor de un Amor Perdido: Mentiras y despedidas - Capítulo 28
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Capítulo 28:
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La sangre que manchaba mi mano se ha secado, dejando una sensación áspera y desagradable en mi piel, un recordatorio constante del horror que he presenciado.
«¿Qué va a pasar conmigo?».
Mi voz sale débil, casi un susurro, cargada de un miedo tan profundo que apenas puedo creer que salga de mí.
«¡Silencio, humano!».
La respuesta es rápida y cortante, la voz ronca del agente resuena en el coche, haciendo que todo mi cuerpo se estremezca. Su respuesta no deja lugar a preguntas ni a la esperanza, reduciéndome a nada más que un prisionero, sin voz, sin derechos.
El único sonido que rompe el silencio opresivo es el crepitar de la radio de la policía, un ruido vacío que parece hacerse eco del caos que hay dentro de mí.
El trayecto hasta la comisaría no hace más que aumentar mi desesperación. No pueden encarcelarme por un delito que no he cometido. Mi jefe era un pervertido y un imbécil, pero eso no significa que mereciera morir. Al menos, no de una forma tan brutal.
Cuando por fin llegamos a la comisaría, el aire frío de la noche me atraviesa, como si intentara robarme el poco calor que me queda. El edificio está iluminado por una luz fría e impersonal que solo me hace sentir más desconectado y aislado de todo lo que me rodea.
Mientras me sacan del coche, me doy cuenta de que cada movimiento que hago es observado con sospecha y curiosidad.
¿Qué va a ser de mí ahora?
La pregunta retumba en mi mente, pero las respuestas parecen tan lejanas como la luna.
«Quiero hacer una llamada, ¡tengo que llamar a alguien!».
Mi voz tiembla de miedo e incertidumbre.
El agente me lanza una mirada dura y fría, una mirada que me hace sentir aún más pequeño, aún más indefenso. Me agarra con firmeza del brazo y me guía hacia el interior del edificio.
La comisaría contrasta con el silencio opresivo del coche. El lugar está lleno de voces, movimiento y energía caótica.
El ruido de las conversaciones, los teléfonos sonando y las órdenes gritadas forman una cacofonía que solo amplifica mi confusión y mi desesperación. Me siento aplastado por esta brutal realidad, como si me estuviera hundiendo en un mar de rostros desconocidos e indiferentes.
El agente me conduce por un largo pasillo lleno de puertas que dan a habitaciones que no puedo ver. Al final, veo una fila de teléfonos viejos y gastados por el uso.
Me empuja suavemente hacia uno de ellos.
«Tienes cinco minutos», me dice con severidad, dejándome delante del teléfono.
Las brillantes luces de neón parpadean con una intensidad casi hipnótica, proyectando sombras azules, rojas y verdes por todo el casino, creando un espectáculo deslumbrante que transforma la noche en un caleidoscopio de colores vibrantes. El sonido constante de las monedas cayendo en las máquinas tragaperras, intercalado con el suave barajar de las cartas y las risas despreocupadas de los jugadores, llena el aire de una energía eléctrica. Es una atmósfera que destila una peligrosa mezcla de emoción y adicción, donde cada ruido parece prometer la posibilidad de una victoria aplastante o una derrota devastadora.
Las animadas voces a mi alrededor resuenan como una melodía seductora, mezclándose con el sonido de los dados rodando y las fichas deslizándose por las mesas, alimentando mi determinación. Estoy aquí para seguir jugando, para gastar hasta el último centavo del dinero que Aria me dio para comprar comida en el mercado. Pero, a diferencia de una noche normal de tareas mundanas, veo esta situación como una oportunidad para convertir lo ordinario en extraordinario. Aquí, en el corazón palpitante del casino, creo que puedo multiplicar esta cantidad. Una intuición casi visceral me dice que hoy mi suerte va a cambiar. La tentación es abrumadora y siento que solo necesito unas cuantas rondas más para alterar mi destino.
Después de todo, me merezco un poco de diversión, un escape de la rutina agotadora y aburrida en la que se ha convertido mi vida. «Mi hija es muy desagradecida, ¿sabes?», se me escapa, con un suspiro que lleva consigo una mezcla de resentimiento y melancolía, mientras me vuelvo hacia el joven jovial sentado a mi lado. Debe de tener unos treinta años, con una energía vibrante que me recuerda a cuando yo era joven, con sueños y ambiciones.
Hay algo en su rostro, un aire familiar que me evoca recuerdos del difunto padre de Aria. Siento como si la vida se burlara de mí al poner a esta figura tan parecida a él a mi lado, en este entorno de tentaciones y apuestas.
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