El Dolor de un Amor Perdido: Mentiras y despedidas - Capítulo 27
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Capítulo 27:
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Sus palabras son veneno, corroen la poca estabilidad emocional que me queda.
El miedo me consume mientras los agentes se acercan. Uno de ellos, un hombre alto, de piel oscura y expresión fría y decidida, me agarra con fuerza por la muñeca.
Antes de que pueda siquiera procesar lo que está pasando, me gira con un movimiento rápido. Siento el frío metal de las esposas apretándome las muñecas, atándome las manos a la espalda.
La humillación y la impotencia me golpean con fuerza y, por un momento, lo único que puedo hacer es mirar el cuerpo sin vida de mi jefe, todavía desplomado en la silla, una imagen que ahora queda grabada en mi mente como una cicatriz permanente.
Siento cómo la bilis me sube por la garganta y aprieto los ojos con fuerza, tratando de alejar la grotesca imagen que se repite en mi cabeza. Pero por mucho que lo intento, el horror de lo que he visto, y de lo que se me acusa, se niega a desaparecer.
«Lo juro por Dios, yo no lo maté. ¡Soy inocente!».
Mi voz se eleva, llena de desesperación y sinceridad. Cada palabra es una súplica, un intento desesperado por hacer que alguien, cualquiera, me escuche, por hacerles creer.
Pero las palabras caen en el vacío, sin ser escuchadas, mientras el oficial me lleva por el pasillo.
Al salir del edificio, la realidad me golpea con toda su fuerza. Las luces azules y rojas de los coches de policía parpadean sin cesar, iluminando la noche con pulsos que parecen seguir el ritmo de los latidos de mi corazón.
El brillo atraviesa la oscuridad, reflejándose en las ventanas y chocando con la luz fría y estéril del interior. Toda la escena parece surrealista, como si estuviera atrapado en una pesadilla de la que no puedo escapar.
Afuera, la multitud que se agolpa en las aceras forma un mar de rostros borrosos e indistintos, una masa de ojos críticos que me atraviesan el alma. Cada uno tiene una expresión diferente: algunos llenos de morbosa curiosidad, otros con un juicio silencioso e implacable.
Las lágrimas que me resisto a derramar nublan mi visión. Apenas puedo enfocar esos rostros desconocidos.
«Tienen que creerme, agentes», suplico, con una voz que es poco más que un susurro, como si mis últimas fuerzas se desvanecieran junto con las lágrimas que finalmente resbalan por mis mejillas.
Mis palabras, cargadas de miedo, injusticia y el terror de ser encarcelado por algo que no he hecho, parecen desvanecerse en el aire como hojas secas arrastradas por el viento, sin dejar rastro.
Entonces, las puertas del coche se cierran con un último clic que resuena, cortando cualquier atisbo de esperanza al que pudiera aferrarme.
Cada insulto, cada acusación que me lanza destroza la poca dignidad que me queda, dejando mi espíritu hecho trizas.
Las lágrimas fluyen ahora libremente, trazando líneas de desesperación en mi rostro. Intento recordarme, aunque solo sea en silencio, que soy inocente, que ninguna de sus palabras tiene fundamento.
Pero la amarga verdad es que, al mirar a mi alrededor, no veo a nadie que me crea.
Todos los presentes parecen haberme juzgado y condenado en sus mentes, convirtiéndose en cómplices silenciosos de la injusticia que estoy a punto de sufrir.
Los agentes entran en el coche y pronto estamos circulando por la carretera hacia la comisaría.
El silencio dentro del vehículo es sofocante, como un pesado sudario que me envuelve, aplastando cualquier atisbo de consuelo o esperanza.
Me siento pequeño, frágil y perdido en el asiento trasero, con las frías esposas apretándome las muñecas, un recordatorio constante e implacable de mi impotencia.
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