El arrepentimiento de mi exesposo - Capítulo 1109
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Capítulo 1109:
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La sirvienta no se atrevió a dudar. Asintió rápidamente y giró sobre sus talones, saliendo disparada de la habitación.
Sadie se agarró el abdomen palpitante, frunciendo el ceño por el malestar. Agitó la mano débilmente. —Necesito estar sola un rato.
El mayordomo abrió los labios para protestar, pero al notar la palidez fantasmal de su piel, exhaló profundamente, inclinó la cabeza y se retiró en silencio.
La quietud se apoderó al instante de la espaciosa sala de estar.
Sadie llevaba días con el abdomen palpitante, sin causa aparente.
Acarició con ternura su vientre aún plano y murmuró en voz baja:
«Aguanta, cariño. Tienes que ser fuerte por mí».
El niño que crecía dentro de ella era ahora su única fuente de fortaleza. Unos diez minutos más tarde, el médico finalmente llegó, rompiendo el silencio opresivo.
Llevaba una gruesa mascarilla médica y un equipo de protección completo, con la cabeza gacha mientras seguía al sirviente al interior de la habitación.
Sadie levantó los pesados párpados y le lanzó una mirada escéptica.
A juzgar por su complexión y su forma de andar, este médico le resultaba desconocido.
Frunció ligeramente el ceño y una sombra de sospecha se dibujó en su rostro.
—¿Dónde está el doctor Norris? ¿Es usted nuevo? —Su tono denotaba cautela.
El hombre se limitó a asentir con la cabeza, sin decir palabra.
En ese momento, un dolor agudo atravesó el abdomen de Sadie. Un sudor frío le brotó instantáneamente en la frente.
El dolor era insoportable, impidiéndole pensar con claridad. Haciendo una mueca de dolor, hizo un gesto al médico para que se acercara.
—Deprisa. Examíneme —logró decir entre respiraciones entrecortadas.
El hombre permaneció en silencio. Se acercó con una calma inquietante, con el maletín médico agarrado con fuerza en la mano.
Agachándose, sacó deliberadamente un estetoscopio del maletín. Mientras tanto, su otra mano, oculta en las sombras del maletín, se deslizó hacia el compartimento inferior, donde una daga brillaba amenazadoramente en la penumbra.
En un instante, los ojos del hombre se volvieron fríos y salvajes.
Sin previo aviso, se abalanzó sobre ella y le clavó la daga directamente en el abdomen.
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El ataque fue tan violento y tan inesperado que nadie tuvo tiempo de reaccionar. Las pupilas de Sadie se contrajeron de horror. En el último momento, superó el dolor abrasador y se lanzó hacia un lado.
La hoja le rozó el brazo, desgarrándole la manga y dejando una fina línea carmesí a su paso.
La sirvienta que estaba cerca se quedó paralizada por el terror. Entonces, el pánico se apoderó de ella y gritó con todas sus fuerzas: «¡Ayuda! ¡Que alguien me ayude!».
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